¿Cuál es la finalidad primordial del cerebro humano? Respuesta: permitir la supervivencia porque si el sujeto muere, de nada sirve todo lo demás. Y para sobrevivir, lo primero que se debe hacer es entender y comprender claramente dónde se está, cuál es su rol, qué reglas se deben acatar y qué se debe hacer para poder vivir y ese rol se enseñaba antiguamente mediante el mito. Un mito es, en dos palabras, una historia ejemplar.
Los hombres de la antigüedad pudieron
explicarse el mundo y le dieron sentido a su vida alrededor de los mitos. El mito
narra algo extraordinario, que no se sabe exactamente cuándo ocurrió, porque
fue en tiempo sagrado.
El mito tiene cuatro grandes finalidades:
la primera es brindar una manera de entender al mundo; la segunda es recordar cuáles
son los orígenes de la comunidad o las grandes enseñanzas que ha recibido y que
nunca debe olvidar; la tercera es mostrar ejemplos prácticos que se deben imitar
para poder vivir en comunidad, y cuarto, constituirse en un marco de referencia
común para toda la comunidad, dando coherencia y unidad al grupo y su identidad
cultural. Por lo tanto, el mito se debe recordar periódicamente. Y para hacerlo,
existe el rito.
Un rito es más que una simple ceremonia:
es la recreación del mito, con todo el respeto y ceremonial que merece ésta historia
ejemplar.
Los ritos son acciones simbólicas
que dan forma a una sociedad, unen a los individuos sin necesidad de mediar palabra:
comunidad
sin comunicación. Los ritos cumplen una función fundacional y cohesionadora,
pues «transmiten y representan los valores» que mantienen unida a una sociedad,
permiten que una colectividad reconozca en ellos sus señas de identidad.
Los rituales se pueden definir como
técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el «estar en el mundo»
en un «estar en casa». Hacen del mundo un lugar confiable. Son en el tiempo lo que
una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo. Es más, hacen que se pueda
celebrar el tiempo igual que se festeja la instalación en una casa. Ordenan el tiempo,
lo acomodan, dan estabilidad a la vida, la hacen duradera.
Sin embargo, lo que predomina hoy
es una comunicación sin comunidad, pues se ha producido una pérdida de
los rituales sociales. Por tanto, se ha inaugurado la peligrosa imposibilidad de
relacionarse a través del mutuo reconocimiento previo. Y ello porque, entre otras
razones, los seres humanos se han convertido en cosas: un producto más con el que
comercializar. Actualmente se necesita fluidez en la comunicación y por lo tanto
los ritos son obsoletos. Su desaparición nos desorienta.
Desde antiguo, el símbolo sirvió,
precisamente, para re-conocerse. La palabra viene del griego symbolon, que originariamente
significaba «contraseña» y unía a las gentes entre sí: «Uno de los huéspedes rompe
una tablilla de arcilla, se queda con una mitad y entrega la otra mitad al otro
en señal de hospitalidad». Estas dos partes unidas servían para reconocer a los
portadores su compromiso o su deuda. Era una contraseña, un signo de reconocimiento.
Así, de una manera sencilla se transmite una idea o un acuerdo que se esconde en
un dibujo, para que sólo aquellos que tienen la contraseña puedan utilizarlo.
En ese mutuo reconocimiento de los
que se consideran iguales ante las leyes se juega gran parte de nuestra capacidad
para crear nexos cercanos y sinceros entre individuos que, en un principio, podrían
resultar extraños o, incluso, hostiles.
La pandemia remata la desaparición
de los rituales. También el trabajo tiene aspectos rituales. Uno va al trabajo a
las horas fijadas. Y el trabajo se hace en comunidad. Pero en el teletrabajo, al
que la pandemia obliga, se pierde la dimensión ritual. En “El principito de Saint-Exupéry”
el pequeño príncipe le pide al zorro que lo visite siempre a la misma hora, para
que la visita se convierta en un ritual.
«¿Qué es un rito?» preguntaba el
Principito al zorro. Y el zorro respondía: «es algo muy olvidado, es lo que
hace unos días diferentes de los otros días, una hora diferente de las otras
horas. Entre mis cazadores hay un rito, los jueves van a bailar con las chicas
del pueblo, y entonces, ¡el jueves es un día maravilloso! Yo voy a pasear hasta
el viñedo. Si los cazadores bailasen un día cualquiera los días serían todos
iguales y yo no tendría descanso».
El rito es, pues, lo que hace de
la fiesta un día diferente de los otros días. Pero solo gana fuerza expresiva si
hay preparación y espera interior, como ocurre antes de una tenida. Por eso el zorro
aconseja al Principito: «sería mejor que vinieses siempre a la misma hora; si vinieses,
por ejemplo, a las cuatro de la tarde, a las tres yo ya empezaría a ser feliz… pero
si vienes en cualquier momento yo no sabré jamás cómo preparar mi corazón.».
Tengamos en cuenta que sin rito
todo sería rutina. No habría fiesta, porque esta se mueve dentro del mundo simbólico,
hecho de ritos y símbolos. Comer y beber en la fiesta no busca saciar el hambre
o la sed. Para eso comemos en casa o en un restaurante. Simbolizan la amistad y
la alegría del encuentro y de participar juntos
en un evento.
El rito tiene, así, tres grandes
finalidades:
· La primera – y más obvia- es mantener vivas enseñanzas del
mito;
· la segunda es mantener unida a la comunidad; y afianzar el
sentido de pertenencia grupal,
· y tercera, poner en perspectiva la insignificancia de la
vida común anta la grandeza de lo trascendente.
Antes era también todo un ritual
ver un programa de televisión un determinado día de la semana a una determinada
hora, toda la familia. Hoy se puede ver un programa a cualquier hora, cada uno por
su cuenta. Eso no significa directamente que tengamos cada vez más libertad. La
flexibilización total de la vida también acarrea pérdidas. Los rituales no son simples
restricciones de la libertad, sino que dan estructura y estabilidad a la vida. Consolidan
en el cuerpo valores y órdenes simbólicos que dan cohesión a la comunidad. Aquí
también influye la pandemia ya que agudiza la pérdida de la experiencia corporal
comunitaria. La percepción simbólica hace que podamos distinguir y apreciar el elemento
duradero en las relaciones humanas, y si corremos el riesgo de perder tales ritos,
mucho de nuestro mundo se perderá con ello.
Se eliminan incluso esos rituales que aún quedaban, como ir al fútbol o a un concierto, ir a comer a un restaurante, ir al teatro o al cine. La distancia social destruye lo social. El otro se ha convertido en un potencial portador del virus con el que tengo que mantener la distancia.
Más producción, más rendimiento
Pero hoy no solo consumimos las cosas,
sino también las emociones, a través de un narcisismo que amenaza con destruir lo
más propio del universo humano: el orden inmaterial, simbólico (ritual) que aporta
sentido a nuestra vida singular y a la vida en comunidad.
Lo que caracteriza al sujeto de esta sociedad, que al verse forzado a rendir se explota a sí mismo, es la sensación de libertad. Explotarse a sí mismo es más eficaz que ser explotado por otros, porque conlleva la sensación de libertad”.
La actual presión para producir priva
a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir
más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas
que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir
las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo
duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho
que la vida se prolongue.
Y es que la presión para producir
y para aportar rendimiento alcanza hoy todos los ámbitos vitales, incluso la sexualidad.
El juego de la seducción, que requiere mucho tiempo, se elimina hoy cada vez más
a favor de la satisfacción inmediata del deseo sexual».
Son las formas rituales las que,
como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también
un pulcro y respetuoso manejo de las cosas. En el marco ritual las cosas no
se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden
llegar a hacerse antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir
nosotros
nos comportamos como si fuéramos las cosas, es más, con el mundo, consumiendo
en lugar de usando. En contrapartida, ellas nos desgastan.
Las prácticas rituales se encargan
de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas,
sino también con las cosas: Con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar
pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente
los recipientes, pasar las hojas del libro.
El objetivo prioritario del individuo
contemporáneo es el de pasar su tiempo realizando actividades que no alteren el
estado normal e inercial de su vida, que
no le molesten, que no requieran reflexión, meditación: un alto en el camino.
Y qué otra cosa es la filosofía sino la creación de esos imprescindibles paréntesis?.
Debemos abandonar esa actitud que nos deja desarmados para afrontar el día a día.
El diálogo interpersonal deja paso al hablar por hablar, hacer que el tiempo pase,
y olvidar nuestros problemas, como si, obviándolos, dejarán de estar ahí.
Hoy consumimos no solo las cosas, sino también las emociones de las
que ellas se revisten. No se puede consumir indefinidamente
las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un nuevo e infinito campo
de consumo.
Las emociones son más efímeras que
las cosas. Por eso no dan estabilidad a la vida. Además, cuando se consumen emociones
uno no está referido a las cosas, sino a sí mismo. Se busca la autenticidad emocional.
Así
es como el consumo de la emoción intensifica la referencia narcisista a sí mismo. A causa de ello cada vez se pierde más la referencia al
mundo, que las cosas tendrían que proporcionar.
También los valores sirven hoy como
objeto del consumo individual. Se convierten en mercaderías. Valores como la
justicia, o la humanidad son desguazados
económicamente para aprovecharlos: «Salvar el mundo bebiendo té»,
dice el eslogan de una empresa de comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo:
eso sería el final de la revolución.
También los zapatos o la ropa deberían
ser veganos. A este paso pronto habrá smartphones veganos. El neoliberalismo explota
la moral de muchas maneras. Los valores morales se consumen como signos de distinción.
Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan
la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la
comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego.
Nos hemos transfigurado en «sujetos
de rendimiento» que creen vivir en libertad, aunque la realidad es muy distinta:
nos hallamos encadenados. El constante update o actualización, que entre tanto abarca
todos los ámbitos vitales, no permite ninguna duración ni ninguna finalización.
La desaparición de los rituales acaba
con lo duradero, con los lazos que nos unen de manera indeleble a través de la frágil
línea del tiempo, y que nos recuerda que somos capaces de forjar relaciones que sobrepasan el ámbito material.
La permanente presión para producir
conduce a una pérdida del hogar. A causa de ello la vida se vuelve más insegura,
más fugaz y más inconstante. Pero vivir se necesita duración.
Bibliografía:
La desaparición de los Rituales - Chul Han